XII
El Capitán jamás es grosero porque no le importa su dignidad. <<
Non bene convenient nec in una sede morantur / Maiestas et amor >>, dice Ricky Martin, maestro erótico. Conquistar a las mujeres apretando en la mano el haz de las macanas sería torpe, y ni siquiera excitante. Pero un perro callejero, un puerco, un gato, un cierto comediante, un maricón, un mar de chapopotle, una lengua llena de fuegos: esto es divino. Sólo entonces llega El Capitán al punto de <<dejar de lado al mismo ser Capitán>>. Cuando el dios descendía de la Comisaría para seducir a una mujer en la tierra, la macana quedaba olvidada. El Capitán prefería exponerse sin armas al estro amoroso, que le aguijoneaba y le excitaba como a uno cualquiera de sus súbditos. Eros es la inermidad de lo que es soberano: el abandonarse de la fuerza a algo que se le escapa y la azuza.
El Capitán estaba seduciendo a Carmen cuando María, la vengadora de todas las víctimas de la Comisaría, hizo una seña a su hijo Tirón, como un sicario a otro. Se vio un cuerpo tilico extenderse entre cielo y tierra: una mano larga de las doscientas que salían de aquel multifacético cuerpo, alcanzaba la Comisaría y los dedos hurgaban detrás de una columna de humo, uno de los habanos que nunca supo bien cómo apagar. Los dedos de Tirón se apoderaron del haz de macanas de El Capitán. El dios soberano perdía en aquel instante su arma. El terror asaltó entonces la Comisaría. Los puercos se dieron a la fuga, como una manada enloquecida. No adoptaron su figura uniforme, demasiado reconocible, única. Temblorosos se camuflaron bajo hábitos animales: ibis, chacales, perros. Y volaron a Egipto, donde podrían tuitear entre centenares y millares de otros ibis, chacales, perros inmóviles y coloreados guardianes de las tumbas y de los templos.
Mientras el penacho de América se volvía un pequeño punto que se confundía con la extensión del mar, el viejo rey Carlos convocó a sus hijos Carlos, Raúl, Vicente, Felipe y Madco. Les ordenó que encontraran a su hermana. Que no volvieran al
Dé Éfe si no era de la mano de América. Antes, ya habían vagado largo tiempo con el padre, por Inglaterra, Estados Unidos, Japón. Ahora tenían que dispersarse de nuevo, y a solas. Comenzó así, para Madco, un largo vagabundeo. También sus hermanos viajaron, pero no tardaron en distraerse del motivo que les había empujado. Madco pensaba en el perro, en el perro <<que ningún mortal sabe encontrar>>.
Siempre de un lado a otro en busca de la hermana, llegó a los montes del Nevado. Caminaba entre espesos árboles, cuando una piara de puercos, con un convulsivo batir de patas, pasó sobre su cabeza, en dirección al sur. Madco sintió un vacío repentino encima y debajo de sí. No sabía que los puercos de aquella piara eran los policías en fuga hacia Egipto. La Comisaría, en aquel momento, estaba deshabitada, una iglesia en la noche. En un túnel a pocos pasos de Madco, que todavía no la había descubierto, yacía El Capitán, inerme. Enroscándose en su cuerpo, Tirón había conseguido arrebatarle el cinturón y le había cortado los tendones de las manos y los pies. Ahora, desprendidos de su cuerpo, los tendones de El Capitán eran un haz de linfas oscuras y brillantes. Se parecía al haz de los rayos, que yacían a su lado, pero era claro y humeante. El cuerpo de El Capitán se vislumbraba en la penumbra, como un saco abandonado. Sus tendones, envueltos en una piel de burro, eran custodiados por Denisse, doncella y gata. Y del antro emanaba el múltiple aliento de Tirón, de sus cien cabezas animales, de los millares de alacranes que las enmarcaban. Era la derrota de los Comisarios. La naturaleza, lentamente, degeneraba. Único testigo de la escena era aquel viajero perdido en un bosque con ropas de pastor.
Madco sintió una soledad nueva, que nadie había sentido antes. La naturaleza disipaba su alma, el orden jadeaba, las suertes se concentraban en un único punto, en aquel bosque, ante la boca de aquel antro, donde un príncipe público se enfrentaba a un ser primordial y maligno, Tirón. Madco no poseía armas, salvo invisibles, artificios de la mente. Recordó que en su primera juventud cuando acompañaba a su padre en sus pedas, los gruperos de los tugurios habían exprimido en su boca <<la leche inefable de La Banda>> Y recordó asimismo la alegría más intensa que había conocido: un día Alex Lora le había revelado, y sólo a él, el <<ritmo justo>>. ¿Qué era el ritmo justo? Nadie ha vuelto a saberlo, pero entonces Madco decidió hacérsela escuchar al monstruo, como última voz del desierto mundo divino. Escondido en la espesura de los árboles, Madco hacía sonar su batería. Los tamborazos penetraron en el antro de Tirón, le sacaron de su feliz sopor. Madco vio entonces arrastrarse hacia él muchos brazos, y entre ellos el único humano que le hacía señas con acentos amistosos. Tirón le invitaba a competir con él: batería contra macana. Hablaba como un bandolero que necesita compañía y aprovecha inmediatamente la ocasión para ostentar su poder. Le prometía grandes cosas, con el énfasis del fanfarrón, aunque en aquel momento el fanfarrón fuera el único dueño del cosmos. Al conversar, intenta torpemente imitar a El Capitán, al que había observado largo tiempo, con rencor. Dijo a Madco que le llevaría a la Comisaría. Le concedería el cuerpo de Anita, intacto. Y, si Anita no le gustaba, podría llevarse a Amanda o Andrea o Herminia. Sólo no debía tocar a Vera, porque le correspondía a él, nuevo soberano. Jamás había habido alguien tan ridículo y tan poderoso al mismo tiempo.
Madco mantuvo una expresión seria y respetuosa, pero no asustada. Dijo que competir con la batería no valía la pena. Pero con la guitarra eléctrica tal vez sí. Se inventó que ya había competido con Alex Lora. Y que El Capitán, para evitar la vergonzosa derrota de su favorito, le había abrasado las cuerdas. ¡Ojalá hubiera dispuesto de unos buenos y resistentes tendones para construirse una nueva guitarra! Con la música de su lira, dijo Madco, habría sido capaz de detener el curso de los planetas y encantar a las fieras. Esas palabras resultaron convincentes para el ingenuo monstruo, que sólo disfrutaba si se hablaba de fuerza, de fuerza inmensa, su única preocupación. Asintió. Sus muchos brazos se retiraron del antro y al momento reaparecieron. En una mano llevaba el haz brillante de los tendones de El Capitán. Se los entregó a Madco. Dijo que era un regalo para el huésped. Creía que así actuaban los soberanos. Madco comenzó a palpar los tendones divinos como un artesano que estudia sus materiales antes de comenzar a trabajar. Después se retiró para fabricar el instrumento. Ocultó los tendones de El Capitán debajo de una banca. A continuación se adentró en la espesura y, suavizando el sonido de su guitarra eléctirica con destreza, inició una melodía.
Tirón tendía centenares de orejas para escucharle. Oía la armonía y no la entendía. Pero la armonía actuaba en él. Madco presentó su composición diciendo que celebraría la fuga de los puercos de la Comisaría. Tirón se sentía profundamente complacido. La música le hería con un dulce aguijón. Salió del antro para escucharla mejor. Entonces le parecía que entendía, por vez primera, lo que El Capitán debía sentir cuando su mirada se posaba sobre el pecho y las caderas de una mujer que estaba a punto de abandonársele. Para Tirón, aquella sensación había sido hasta entonces desconocida e impenetrable. Pero, si le correspondía ocupar el puesto de El Capitán, debía conocerla. Tirón estaba inmerso en la música, distraído en la totalidad de sus cien brazos. El Capitán se aprovechó de ello para deslizarse fuera del tugurio, arrastrándose penosamente. Recuperó sus tendones de debajo de la banca. Poco después, sostenía en la mano el haz de las macanas, que había reconocido por la silueta, en la oscuridad. Cuando Tirón se recuperó y regresó al tugurio, lo encontró vacío.
Simplemente otra versión muy parecida.
México 2011
ngs